11 de septiembre de 2023

Sed



¿Cómo se apaga el hambre de una voz?
De alimentarse desde la misma boca, que es otra
Luego mía, y al fin mi boca misma, que es la nuestra.
Ya no ahogan los reflejos de todo lo que no pudo sobrevivir en tu silencio.
Y qué terrible siquiera pensar en la posibilidad de que algo pueda ser. Algo que no ha existido nunca ocurra justo frente a ti, o en ti. Es más: que algo que no ha sucedido ni le ha tocado a nadie nunca en la historia pueda ser precisamente gracias a ti. Qué terrible la idea de que esto pudiera ser, cuando alrededor se han hecho cenizas y ruinas de otros impulsos, pero desde tu futón en el que fui tu trono te contemplo cuidando tus plantas, cuidándonos, y es que eres el sol antes del sol, mientras arrastro las yemas de mis dedos por tu serenata de cinco cuerdas, entonces mis dedos y todo lo que les precede antes de volverse sonido es tuyo y por ti, como son tuyos todos los esteros y vertientes, como recordarte a la lluvia por haberme primero encontrado empapado por ella, de frente, por haber jugado al confiado, al rompehielos, al cartógrafo de tus piernas cuyo único instrumento de investigación es la boca que busca tus labios en la sed de tu voz.


22 de julio de 2023

Las olas



Hoy las olas se volvieron contra todos
Devoraron la arena, los escombros y rompeolas, y tragaron en un lento terror a quienes jugaban en la orilla
Devastaron todos los cimientos que habían levantado los hombres y los huesos de quienes aún los habitaban
Dejaron de existir los caminos y los puentes que conectaban los pueblos: todos eran ya parte del mismo fin
Quienes investigaron hasta el cansancio lo que podría ocurrir este día solo alcanzaron a vislumbrar aterrados los minutos antes de ser llevados sabiendo que sus cuerpos jamás serían devueltos
Todo el esmero en preverlo y todo el trabajo por contenerlo, nada sirvió
Quienes renegaron jamás creer en nada se arrimaron a congregaciones realizando rituales en los que llegaron a, en improvisados sacrificios, ofrecer a aquellos a quienes juraron nunca hacer daño y por quienes prometieron, llegado el momento, dar la vida a cambio de su salvación
Nadie en el valle pudo escapar del mar de escombros irreconocibles, como si la tierra ya harta se engullera a sí misma.
No quedaron puertas ni el aire que en algún momento de ira agitaron al cerrar
No quedaron cicatrices urbanas que conservar
No quedaron varillas de sauce, ni a quien pudieran castigar
Casi no quedaron ojos propios
Ni jardines a los que dedicar paciencia
En azotes como muelles caídos del cielo subieron las colinas arrastrando todo hacia adentro, ni la vegetación ni las raíces más profundas resistieron
Hasta que cerca de la cima de una colina una mujer tropezó, y primero sostuvo su vientre con una mano y con la otra agitó el tronco de un boldo frondoso
Todo a la vista de un calendario que se mide entre equinoccios
Y al principio las olas furiosas rugieron en respuesta con la voz más profunda de la tierra, y comenzaron a agitarse sobre sí mismas desgarrando la superficie terrestre, y luego se distendieron hacia el cielo como una gran muralla indefinible revelando grandes manchas de escoria de cosas que alguna vez vivieron por nadie más que sí mismas
Entonces se retiraron
Y en su retroceso fueron dejando a la vista la gran huella de que todo eso que fue pensado como permanente resultó ser efímero.


15 de julio de 2023

Leña



Vuelvo a lo cotidiano y descanso un poco en una conversación sobre la leña para este invierno y si es mejor esperar, esperar qué, pregunto, porque me distraje en la proyección en unos meses más de la mudanza de mi tía a la casa de su amiga aquí cerca, a unos quince minutos en bus, para poder estar más cerca de su mamá, y en que quizás si hoy fuera el miércoles pasado no me sentiría tan desplazado y todo tendría algo más de sentido.
Desde su almohada me preguntó casi con una sonrisa si lo que sonaba era la lluvia y le expliqué, arrepintiéndome a tropezones de odio propio luego de cada palabra, que solo era el sonido del agua hirviendo para ofrecerle un té a su amiga que vino a visitarla desde Parral, a la que acompañé en su descanso en el porche de la entrada mientras me ponía al día sobre algunos familiares lejanos con los que no tengo ningún tipo de contacto, fingiendo un interés, ya desgastado de tanto repetir, en esas vidas en las que, al igual que en la mía, no ocurría nunca ningún cambio significativo o que mereciera la pena mencionar respecto a la última vez que supe algo de ellos, por lo que solo me pudo contar otra vez detalles sin importancia de los que no podía concluir si estaban bien porque seguían igual de mal o si el hecho de seguir igual de mal implicaba que estaban peor que antes, y otras cosas como que tengo que ser justo con lo que decidí a pesar del momento delicado que enfrentábamos como familia, estar a la altura del ayer para proyectar mejor mi futuro, y entender y dar tiempo a quienes me dieron la espalda, que son enojos que se pasan.
En verdad lo pensé mientras y después de servirles té y empezar a cortar algunas astillas para la estufa. Pensé en esas cosas que solo se ven a contraluz pasado un tiempo, quizás cuánto, pero que desde mi perspectiva actual ni siquiera podía presentir como posibles y en su lugar solo sentía un nudo atroz en la garganta por haber causado la pena de quien nunca quise herir, aunque al hablarme fingiera en su voz alegría por mí y mis proyectos, que ahora más bien parecían obstáculos que no sé si tendría la fuerza ni el ánimo de llegar a concretar, porque nunca, y ahora ya malditamente tarde, me di cuenta de cuánto podía llegar a depender yo de quien siempre había dependido de mí, porque mientras la ayudaba a construir la vida que su cuerpo le permitía ignoraba que yo construía mi vida alrededor de la suya, y se la estaba quitando mientras dejaba los trozos preparados de leña en la bodega, convenciéndome de que eso podría llegar a compensar en algo el hecho de que para cuando se consumiera la última astilla ya no habría nada de mí aquí.


8 de julio de 2023

Una escena campestre



Debió ser el sonido de mi respiración mientras tenía los oídos tapados por el agua cuando flotaba en el meandro del río o quizá fuera la sombra que proyectaban sobre mis párpados las ramas del sauce agitadas ante la brisa que por alguna razón recordé algo parecido a un gesto suyo, tan ligero pero ineludible como un aroma que hubiera saboreado una sola vez y que ahora, ante el estímulo de uno o el conjunto de sentidos que nada tienen que ver con el olfato reproducían la fórmula que, gatillando a pesar de mi voluntad el esfuerzo en mi imaginación de recrear una escena y mi presencia en un momento que creía olvidado, con su química fue esbozando en aguadas pinceladas la idea de unos juncos y malezas doradas por el sol del atardecer que había entibiado su vestido, desde donde en calma podía contemplar la perspectiva completa de su rostro y el cielo que la rodeaba, hasta el estero que desde aquí apenas podíamos oir y sobre el cual otra vez la cargué en brazos contra su tenacidad de pretender, ahora sí, cruzar en sus patines todo lo que tuviera por delante, o hacer su camino en el intento.

Al asegurarme de que los cimientos de aquella ilusión eran firmes otra vez le pregunté por qué, aunque en realidad ya sabía la respuesta. De la misma forma que sé cuándo y hacia dónde va a acomodar su pelo podría casi predecir en el orden exacto cada palabra que pronuncia, como volver a escuchar una canción favorita después de mucho tiempo anticipándome al siguiente tiempo sin necesidad de haberla repasado, o recorrer alguna calle que hace años hubiera dejado una impresión plasmada para siempre en mí y de la cual solo pudieran haber variado el desgaste o el color de algunas fachadas o puertas que son las mismas ya conocidas, ubicadas en su sitio de siempre, pero ya no acompañadas del rumor de niños cantando para asustar al miedo, sino del tierno ruido de unos pasos que no parecen alejarse; así puedo anticiparme aquí a los contratiempos, como que a mí se me empañen los lentes y a ella los labios; que las manos no van así, sino asá; que su chasquilla caiga necesariamente sobre mis párpados, porque no quieren caer en ningún lugar que no sean los suyos o los míos, y me hagan pestañear de una manera que me hace sentir infantil, que estoy haciendo el ridículo, como si involuntariamente comenzara a decir en voz alta lo que tanto temo decirle de frente: que solo me imagino discutiendo con ella sobre el color de las paredes de una casa cuyos únicos cimientos existentes por ahora seamos "uno", como me enseñó a decir, explicándome con su carita seria llena de ilusiones que todas las demás personas del mundo se pueden agrupar en dos, tres, todos, pero que "primero somos nosotros, primero tú y yo", me decía, y me pedía que lo repitiera, cosa que hacía con mi cara sumisa, la misma que ponía cuando ella me pedía que pusiera cara de barco y a pesar de mi esfuerzo no sabía poner otra cara más que la del bote desorientado en la noche dejando caer la luz de su candil en el mar a ver si ella me rescataba con su beso-ingravidez del que alardeaba en secreto conmigo, porque en ese mundo, el mundo real, ella podía salvarme, y así la miraba con un temor a equivocarme como si el más leve error tuviera las más graves y penosas consecuencias, y ella luego, con su rostro sutilmente ladeado me asentía haciendo un gesto de aprobación, como regalándome una tentativa de su perfil y una leve sonrisa, tierna capital donde habitan en calma mis ilusiones más testarudas, y en sus comisuras que tanto me gusta leer y que temblaban cuando se le estremecía el alma, todo eso efectuado despreocupadamente como un acto de diminuta trascendencia pero con un efecto de tal majestuosidad que me dejaba un aire a cielo en los huesos y la impresión de pensar en lo absurdo que resulta el hecho de que a alguien se le hubiera ocurrido siquiera una palabra para lo inalcanzable; que mi pantalón se haya empapado con sabores y se vuelva un imán para la arena, cosa que me irrita tanto, y ella me diga con su sonrisa burlona pero dulce, más dulce que mi pantalón para el trabajo con helado, que eso me pasó por no usar el que ella había elegido para mi, para ese preciso día; que durante esos veinte minutos que tuvimos que esperar al siguiente bus porque el último no se detuvo nos dimos cuenta de que este otoño no sería jamás este otoño, sino quién sabe qué otro, y que si pudiera volver atrás no cambiaría nada porque a pesar del retraso llegamos a la hora correcta; o también a mis rompecabezas y sus acertijos, como cuando se inundaron de lluvia los portavelas del cuarto y las llamas danzaban como peces encendidos siguiendo nuestras miradas que reflejaban entre sí el sueño de las durmientes del riel con nuestros nombres inscritos en ellas; y a aquella noche en que se agrietó la pared junto a la cama y, por un pequeño agujero, entró la luz del sol.  

El frío torrente del río ya empezaba a invadir la vívida recreación de mi memoria, y fue entonces que se representó sobre el lienzo que eran mis párpados cerrados, con mayor intensidad incluso que la misma realidad, aquel momento en que, mientras yo era presa de la tibieza de sus piernas y sus manos y sus palabras, sin dejar de mirarme se quitó la mascarilla que descubrió una sonrisa tan plena que no pude anticipar aún habiendo seguido sus ojos, que ahora eran parte del panorama completo de un evento casi sobrenatural que yo contemplaba como un perro tumbado y empapado esperando ser sacrificado por algo superior cuya única pista que me daba sin haberle suplicado era una melodía que murmuraba por sobre el rumor de los álamos desde re a sol, de sol a do y luego se devolvía sobre ese orden, a lo que yo, a pesar de querer repetir mil veces que sí, sí quiero, sí quiero, sí quiero, no pude retener el aire que, esfumado quizás por el magma en que se había convertido el espacio entre mis pulmones, se me fue en un único suspiro. Esa contraposición que se enfrentaba desenfrenadamente dentro de mí entre el duro frío que ya me anestesiaba la carne y el calor que irradiaba la imagen de su presencia más que un mediodía de verano me convencieron sin dejar duda ni oportunidad a mi orgullo, de que en ese momento, y ningún otro, estaba realmente enamorado.

Y mientras estoy aquí me gusta fingir y jugar a preguntarle solo para escucharla hablar mientras disfruto la expresión de su rostro creyendo que me está diciendo algo que desconozco, pero cuando logra sorprenderme como al revelarme su sonrisa; cuando, desarmado de todo el tiempo domesticado a guardar con celo cierto espacio y todas las cosas vivas que lo van habitando ya no puedo insinuar sino ser evidente, presiento algo que podría incluso confundir con el tierno vértigo de estar asomándome ineludiblemente a un sentimiento de cariño absoluto. Es entonces cuando entiendo que es especial. Que lo que empezó como un jugar a pretender que me importaba conocerla se arraigó en nuestros días en la forma de un hábito que trasciende mi propia voluntad, como un paisaje que existe a pesar de todo lo que pueda ocurrir a su observador, y que ahora era la imagen superpuesta de un pequeño salón repleto de macetas con plantas de todo tipo y un futón en el que dormimos y junto al cual paseamos tantas veces al conversar hasta sentarnos en la ventana de bahía que daba al jardín, que me parecía ahora más hermoso que nunca antes y cuyas flores, vistas en cualquier otro lugar, me dejaban una leve impresión de falsedad, tal vez por carecer de la luz que, ignorando casi totalmente las cortinas, les servía de tenue preámbulo que revelaba la decoración que parecía un sinsentido tan demasiado ajeno a mi interés cuando ella no habitaba este lugar ni siquiera en mi recuerdo. Es que ningún objeto suple ninguna ausencia. Recordar la calle que debí atravesar para llegar a casa fue una tortura. Logré defenderme todo el camino, abrí el portón, aquí viene, metí la llave en la cerradura, definitivamente aquí viene, traté de girar la llave y no pude abrir la puerta, excusándome imaginariamente ante ella en el frío de mis manos dentro del agua. Pretender entender cómo fue que me gané este lugar improbable en el espléndido evento de verla y que me mire escapa del esfuerzo más lúcido de mi entendimiento. El sol podría asomar cada día un poco menos entre los árboles del cerro y no me importaría. Hasta lo anhelo, como se anhela en ansia secreta la revelación de la primera diferencia que nos atraviese de fin a fin.

A pesar del frío que se va apoderando del lugar que, supongo, proyecta la sombra de los árboles tras los cuales debe estar escondido el sol no logro obligar que llegue a mí el invierno que espero contemplar en el recuerdo. Y ya no quiero que lleguen las doce. No quiero que llegue ninguna hora ni creer que solo queden dos. Ni mirar por la ventana o contestar a otras voces que vienen arrastrando un "cuándo" por la superficie de este líquido respaldo, cuyo tierno caudal me mantiene rodeando el mismo lugar y que podría ser un paisaje, cualquier paisaje común elevado al más preciado por ser el reposo de su expresión de curiosidad importante cuando me pregunta por mis planes y le miento para disfrutar por un tiempo más el hecho de seguir siendo yo el único que sabe que la respuesta a esa pregunta es ella. Y es que sin saber ni querer logró transvasar hacia sí el rol de ciertas cotidianidades y otras cosas tan particulares que todo significa tan poco a medida que se va; a veces todo me parece ridículo, no puedo tomar un libro ni interesarme por nada. Apenas puedo concentrarme en cómo se va desarrollando la noche mientras floto sin reflejos que me rodeen, cansado porque todo esto reclama mi total atención, como si con ello pudiera al fin apropiarme de la posibilidad definitiva que resolvería todo para siempre donde podría al fin entre mis brazos esconderla de la crueldad de la distancia.




18 de mayo de 2023

Astenia



Es tu dia libre y puedes hacer lo que esperaste toda la semana: descansar, pero decides consentir los límites de tu cuerpo que demandan ponerse a prueba y ver hasta dónde pueden cargar contigo, entonces tomas un respiro y te pones en una situación algo estresante, ¿quizás por la multitud? quizás por la idea de abarcar tanta distancia de ida y vuelta, o por el ruido y demasiados estímulos para lo poco que queda de ti, o por ser algo que no sueles hacer porque siempre te ha parecido ridículo hasta el momento en que te arrojas solo para confirmar que hiciste el ridículo, pero solo para ti, mientras todos, al igual que tú, están inmersos en su propio protagonismo, hablando de las cosas que se suelen hablar, y después de darte el gusto de haberte puesto en ridículo sientes la satisfacción de irte, de estar —contradictorio como puede sonar— al fin comenzando el camino de vuelta, porque por eso lo hiciste realmente, por el viaje de vuelta, y llegas a tu espacio ya no con el deseo de descansar, sino la necesidad impostergable de tirar tu cuerpo en la cama y posar tu cara que está más perceptible al tacto que todo el resto de la semana en la almohada con la funda de polar que sentiste fue la mejor compra que pudiste haber hecho en meses, y mientras se te interpone débilmente la idea de tener que buscar alguna que otra prenda que usas de pijama, desvertirte, darte una ducha y vestirte para recién poder meterte en la cama ya estás sobre ella tal cual llegaste, porque ya no dabas más, porque te lo mereces y si es que tuviste mucha suerte, alcanzaste a quitarte los zapatos.


5 de marzo de 2023

Siete vidas



Íbamos en el furgón rumbo al colegio cuando de pronto alguien gritó "¡Un gato muerto!¡miren!". Todos dejamos de hablar y bajamos la mirada buscando al pobre gatito pardo que estaba tendido justo en medio de la calle, sobre la que destacaban las manchas de sangre y su pelaje atigrado. Incluso el tío del furgón bajó la velocidad para verlo él también, pero no le dio importancia. Imagino que era una escena ya común para él. Pero no para los niños del furgón, cuya conversación giraba ahora no entorno al gatito, sino a su sangre esparcida en la calle "como de película"—decían—, y a lo cómico que se veía así, casi irreconocible. Todos reían y yo me aguantaba la rabia. Mi amigo, que iba sentado junto a mí, dijo sonriendo "Oigan, pero la abuelita del Vicente dice que es cierto que los gatos tienen siete vidas, ¿cierto, Vicho?". Yo no estaba seguro, me lo había dicho mi abuela una vez y se lo conté a él porque me gustaba pensar que así era, pero no estaba seguro. Además, no creía en ningún caso que eso justificara la muerte de un gatito, "¿y si esa era su última vida?", pensaba, pero no lo iba a decir, así que asentí y, queriendo calmarlos, dije "Sí. Mis abuelitos del campo igual. Me contaron que un día vieron uno de sus gatos muerto cerquita de una huerta, lo enterraron y al otro día andaba vivo y coleando como si nada. Yo lo conozco, es verdad". Me hicieron preguntas sobre el gato, cómo era y que si lo podía traer. Les conté que era un gato negro de ojos amarillos que daban miedo, de orejas triangulares bien puntiagudas y que casi siempre se lo veía empolvado de tierra. Algunos rieron y otros se sorprendieron. Les dije que no creía que mis abuelitos me dejaran traerlo, pero que les iba a preguntar cuando los fuera a visitar el fin de semana. Pusieron cara de decepción y después de pedirme que de verdad lo intentara, se dieron vuelta hacia sus puestos. Yo no dejaba de pensar "¿Y si era su séptima vida?". Habían dejado de hablar del gatito y ahora todos escuchaban a la tía del furgón quien, desde el momento en que vimos al gatito muerto, no dejó de hablar de un gato de no-sé-qué raza que le había regalado a su hija; decía que seguro era lo bastante astuto como para no cruzarse por la calle cuando viene un vehículo; habló también de su hermoso pelaje. Para la tía estos accidentes eran algo propio de los gatos tontos o sin dueño.

Yo no me lo explicaba; tenía un nudo en la garganta. Me imaginaba a mí mismo tendido ahí en la calle, aplastado: muerto; atropellado y dejado ahí sin mayor lamento; y que, el pensamiento del accidente que había causado mi muerte no duraba ni poco más de un minuto, para luego, tal vez, ser evocado como un pequeño infortunio, incluso con gracia, a las demás personas en la casa donde tal vez se dirigía el vehículo, quienes sin saber nada estarían convencidos de que el culpable de este pequeño evento fatídico, por su estupidez e imprudencia, no era nadie más que yo.

Quería decirle al gatito que yo lo entendía, que deseaba que no fuera su última vida y, de ser así, que no tomara venganza con los niños —porque yo pensaba que los gatitos más mañosos, temerosos y violentos con los humanos eran así porque habían muerto por culpa de alguno—. Me sentía culpable y quería pedirle perdón en nombre de quien lo atropelló y de todos los que íbamos en el furgón; en nombre de quienes se rieron, del tío acostumbrado a la muerte de los gatitos y de la tía que lo desplazó hablando de otro gato mejor. En nombre de todos. El nudo en la garganta me dolía mucho, como si entre dos personas en quienes yo confiara mucho tiraran uno de cada extremo apretándolo cada vez más, y el nudo, que cada vez era más diminuto, llegó a un punto en que, como rendido, se desató de golpe. Apoyé mi cabeza en el respaldo del asiento de adelante y lloré desconsoladamente. Sentí que mis compañeros del furgón me rodeaban, hasta que llegamos al colegio y todos tuvieron que bajar excepto yo, que me llevarían de vuelta a casa porque no había caso con mi llanto.

Así me fui recostado en el último asiento de atrás, y ya en casa me puse a pensar que mis amigos del furgón se reirían de mi llanto igual como se rieron del pobre gatito atropellado, pero no me importó, porque ellos no tienen idea y porque, además, han pasado muchos años desde que ocurrió todo esto. Pero debo decir que incluso ahora, ver un gato atropellado me causa siempre la misma impresión y sensación que la primera vez. Siempre. Como cuando íbamos caminando con mi mujer y me quedé ahí parado un rato frente a un pobre animalito que ya no era más que una irregularidad en el asfalto. Seguimos caminando, pero yo no podía evitar pensar en el gato y en un montón de otras cosas como las que decía mi abuela sobre las vidas de los gatos, y empecé a recordar cosas de infancia, otros breves eventos que desearía nunca hubieran pasado o nunca hubiera visto.



1 de marzo de 2023

Saúco


El peso de lo que queda de vida cae sobre mis hombros. 
Mi abuela murmuraba entre el llanto algo que olvidé.
Fui paciente.

Nunca fue tan triste escuchar que alguien me dijera "Haz lo que quieras, disfruta tu vida" como cuando me lo dijo el médico.
No sabía cómo contárselo a mis padres. Cuando era niño y me caía o me hacía daño me sermoneaban; tal vez por no ser perfecto, tal vez por no ser capaz de evitar que cosas estúpidas me sucedieran, pero ¿qué dirían ahora? Cuando lo supe no pude evitar sentirme aún más triste: en parte por su silencio interrumpido por llantos; en parte por sentirme culpable de mi condición.

Recuerdo cuando era niño y, en un ataque de rabia, le grité "¡No eres mi papá!". —Aún no sabía yo que él era mi padre adoptivo—. Sin embargo solo sonrió, como compadeciéndose, para luego decirme "Sí soy tu papá, y te amo, hijo". Sentí tanta rabia al escucharlo. Quería, en mi inmadurez, causar alguna inquietud en el mundo, pero todo lo que hacía era inútil. No entendía cómo con tanto odio no podía siquiera remecer un poco, ni por un instante, el amor de alguien que, como única condición para amarme, me pedía estar ahí, y que aún me amaba cuando yo no estaba. Aún cuando le daba la espalda y lo ignoraba cuando me buscaba. Aún cuando lo olvidaba por completo, por meses enteros. Y aunque nunca sabré cuánto, yo me daba cuenta de cómo esto le afectaba. Lo notaba en su ánimo. Mi indiferencia lo hacía tan vulnerable.

Me sorprendo de mí al descubrir que recuerdo tan vívidamente cuando dormíamos juntos en las noches de lluvia, jugando a hacer sonidos con la boca o decir palabras que comenzaran con tal letra, hasta quedarnos dormidos. Hasta que el peso de nuestro día caía sobre nosotros.





28 de febrero de 2023

Para encontrarnos



Cada uno se sigue
como querer seguirnos
sin distancia que valga.
Nos encontramos porque así lo decidimos
O porque me buscas dos veces
con las cosas que se te escapan como si no hubiera otra forma.
Con la madrugada en tus ojos
y la naturalidad con que cedes
a diálogos interesantemente inútiles,
donde inteligencia es cómo sabes hacer callar
vas creciendo agitando las alas
así, libre
con la sensualidad de tu cuello al tomar tu pelo
y la de tus piernas al tomar el mío.
Así, siguiendo lo que sigues
me voy encontrando a mí mismo en tu palacio,
siguiéndonos.



6 de febrero de 2023

Nunca cambiamos

Iba en séptimo básico.
Siempre invierno.
Me escapaba en los recreos a la ventana del tercer piso del colegio.
Escuchaba una canción mirando la lluvia.
Habían tres álamos gigantes en la calle del frente, eran mis favoritos.
"Cuando sea grande tendré árboles así en el patio de mi casa:
Grandes y que aguanten toda la lluvia".
La canción, pensaba, no podía haber sido hecha en un día menos gris que ese.
Personal y cassette prestados,
audífonos prestados,
pilas prestadas,
todo prestado.
Como la ropa prestada,
lo mismo, la misma canción.
"Ponte esta vida, tu hermano mayor ya no la usa".
"Pero mamá, me queda grande
y está desteñida".
"Ya te vas a acostumbrar".