Debió ser el sonido de mi respiración mientras tenía los oídos tapados por el agua cuando flotaba en el meandro del río o quizá fuera la sombra que proyectaban sobre mis párpados las ramas del sauce agitadas ante la brisa que por alguna razón recordé algo parecido a un gesto suyo, tan ligero pero ineludible como un aroma que hubiera saboreado una sola vez y que ahora, ante el estímulo de uno o el conjunto de sentidos que nada tienen que ver con el olfato reproducían la fórmula que, gatillando a pesar de mi voluntad el esfuerzo en mi imaginación de recrear una escena y mi presencia en un momento que creía olvidado, con su química fue esbozando en aguadas pinceladas la idea de unos juncos y malezas doradas por el sol del atardecer que había entibiado su vestido, desde donde en calma podía contemplar la perspectiva completa de su rostro y el cielo que la rodeaba, hasta el estero que desde aquí apenas podíamos oir y sobre el cual otra vez la cargué en brazos contra su tenacidad de pretender, ahora sí, cruzar en sus patines todo lo que tuviera por delante, o hacer su camino en el intento.
Al asegurarme de que los cimientos de aquella ilusión eran firmes otra vez le pregunté por qué, aunque en realidad ya sabía la respuesta. De la misma forma que sé cuándo y hacia dónde va a acomodar su pelo podría casi predecir en el orden exacto cada palabra que pronuncia, como volver a escuchar una canción favorita después de mucho tiempo anticipándome al siguiente tiempo sin necesidad de haberla repasado, o recorrer alguna calle que hace años hubiera dejado una impresión plasmada para siempre en mí y de la cual solo pudieran haber variado el desgaste o el color de algunas fachadas o puertas que son las mismas ya conocidas, ubicadas en su sitio de siempre, pero ya no acompañadas del rumor de niños cantando para asustar al miedo, sino del tierno ruido de unos pasos que no parecen alejarse; así puedo anticiparme aquí a los contratiempos, como que a mí se me empañen los lentes y a ella los labios; que las manos no van así, sino asá; que su chasquilla caiga necesariamente sobre mis párpados, porque no quieren caer en ningún lugar que no sean los suyos o los míos, y me hagan pestañear de una manera que me hace sentir infantil, que estoy haciendo el ridículo, como si involuntariamente comenzara a decir en voz alta lo que tanto temo decirle de frente: que solo me imagino discutiendo con ella sobre el color de las paredes de una casa cuyos únicos cimientos existentes por ahora seamos "uno", como me enseñó a decir, explicándome con su carita seria llena de ilusiones que todas las demás personas del mundo se pueden agrupar en dos, tres, todos, pero que "primero somos nosotros, primero tú y yo", me decía, y me pedía que lo repitiera, cosa que hacía con mi cara sumisa, la misma que ponía cuando ella me pedía que pusiera cara de barco y a pesar de mi esfuerzo no sabía poner otra cara más que la del bote desorientado en la noche dejando caer la luz de su candil en el mar a ver si ella me rescataba con su beso-ingravidez del que alardeaba en secreto conmigo, porque en ese mundo, el mundo real, ella podía salvarme, y así la miraba con un temor a equivocarme como si el más leve error tuviera las más graves y penosas consecuencias, y ella luego, con su rostro sutilmente ladeado me asentía haciendo un gesto de aprobación, como regalándome una tentativa de su perfil y una leve sonrisa, tierna capital donde habitan en calma mis ilusiones más testarudas, y en sus comisuras que tanto me gusta leer y que temblaban cuando se le estremecía el alma, todo eso efectuado despreocupadamente como un acto de diminuta trascendencia pero con un efecto de tal majestuosidad que me dejaba un aire a cielo en los huesos y la impresión de pensar en lo absurdo que resulta el hecho de que a alguien se le hubiera ocurrido siquiera una palabra para lo inalcanzable; que mi pantalón se haya empapado con sabores y se vuelva un imán para la arena, cosa que me irrita tanto, y ella me diga con su sonrisa burlona pero dulce, más dulce que mi pantalón para el trabajo con helado, que eso me pasó por no usar el que ella había elegido para mi, para ese preciso día; que durante esos veinte minutos que tuvimos que esperar al siguiente bus porque el último no se detuvo nos dimos cuenta de que este otoño no sería jamás este otoño, sino quién sabe qué otro, y que si pudiera volver atrás no cambiaría nada porque a pesar del retraso llegamos a la hora correcta; o también a mis rompecabezas y sus acertijos, como cuando se inundaron de lluvia los portavelas del cuarto y las llamas danzaban como peces encendidos siguiendo nuestras miradas que reflejaban entre sí el sueño de las durmientes del riel con nuestros nombres inscritos en ellas; y a aquella noche en que se agrietó la pared junto a la cama y, por un pequeño agujero, entró la luz del sol.
El frío torrente del río ya empezaba a invadir la vívida recreación de mi memoria, y fue entonces que se representó sobre el lienzo que eran mis párpados cerrados, con mayor intensidad incluso que la misma realidad, aquel momento en que, mientras yo era presa de la tibieza de sus piernas y sus manos y sus palabras, sin dejar de mirarme se quitó la mascarilla que descubrió una sonrisa tan plena que no pude anticipar aún habiendo seguido sus ojos, que ahora eran parte del panorama completo de un evento casi sobrenatural que yo contemplaba como un perro tumbado y empapado esperando ser sacrificado por algo superior cuya única pista que me daba sin haberle suplicado era una melodía que murmuraba por sobre el rumor de los álamos desde re a sol, de sol a do y luego se devolvía sobre ese orden, a lo que yo, a pesar de querer repetir mil veces que sí, sí quiero, sí quiero, sí quiero, no pude retener el aire que, esfumado quizás por el magma en que se había convertido el espacio entre mis pulmones, se me fue en un único suspiro. Esa contraposición que se enfrentaba desenfrenadamente dentro de mí entre el duro frío que ya me anestesiaba la carne y el calor que irradiaba la imagen de su presencia más que un mediodía de verano me convencieron sin dejar duda ni oportunidad a mi orgullo, de que en ese momento, y ningún otro, estaba realmente enamorado.
Y mientras estoy aquí me gusta fingir y jugar a preguntarle solo para escucharla hablar mientras disfruto la expresión de su rostro creyendo que me está diciendo algo que desconozco, pero cuando logra sorprenderme como al revelarme su sonrisa; cuando, desarmado de todo el tiempo domesticado a guardar con celo cierto espacio y todas las cosas vivas que lo van habitando ya no puedo insinuar sino ser evidente, presiento algo que podría incluso confundir con el tierno vértigo de estar asomándome ineludiblemente a un sentimiento de cariño absoluto. Es entonces cuando entiendo que es especial. Que lo que empezó como un jugar a pretender que me importaba conocerla se arraigó en nuestros días en la forma de un hábito que trasciende mi propia voluntad, como un paisaje que existe a pesar de todo lo que pueda ocurrir a su observador, y que ahora era la imagen superpuesta de un pequeño salón repleto de macetas con plantas de todo tipo y un futón en el que dormimos y junto al cual paseamos tantas veces al conversar hasta sentarnos en la ventana de bahía que daba al jardín, que me parecía ahora más hermoso que nunca antes y cuyas flores, vistas en cualquier otro lugar, me dejaban una leve impresión de falsedad, tal vez por carecer de la luz que, ignorando casi totalmente las cortinas, les servía de tenue preámbulo que revelaba la decoración que parecía un sinsentido tan demasiado ajeno a mi interés cuando ella no habitaba este lugar ni siquiera en mi recuerdo. Es que ningún objeto suple ninguna ausencia. Recordar la calle que debí atravesar para llegar a casa fue una tortura. Logré defenderme todo el camino, abrí el portón, aquí viene, metí la llave en la cerradura, definitivamente aquí viene, traté de girar la llave y no pude abrir la puerta, excusándome imaginariamente ante ella en el frío de mis manos dentro del agua. Pretender entender cómo fue que me gané este lugar improbable en el espléndido evento de verla y que me mire escapa del esfuerzo más lúcido de mi entendimiento. El sol podría asomar cada día un poco menos entre los árboles del cerro y no me importaría. Hasta lo anhelo, como se anhela en ansia secreta la revelación de la primera diferencia que nos atraviese de fin a fin.
A pesar del frío que se va apoderando del lugar que, supongo, proyecta la sombra de los árboles tras los cuales debe estar escondido el sol no logro obligar que llegue a mí el invierno que espero contemplar en el recuerdo. Y ya no quiero que lleguen las doce. No quiero que llegue ninguna hora ni creer que solo queden dos. Ni mirar por la ventana o contestar a otras voces que vienen arrastrando un "cuándo" por la superficie de este líquido respaldo, cuyo tierno caudal me mantiene rodeando el mismo lugar y que podría ser un paisaje, cualquier paisaje común elevado al más preciado por ser el reposo de su expresión de curiosidad importante cuando me pregunta por mis planes y le miento para disfrutar por un tiempo más el hecho de seguir siendo yo el único que sabe que la respuesta a esa pregunta es ella. Y es que sin saber ni querer logró transvasar hacia sí el rol de ciertas cotidianidades y otras cosas tan particulares que todo significa tan poco a medida que se va; a veces todo me parece ridículo, no puedo tomar un libro ni interesarme por nada. Apenas puedo concentrarme en cómo se va desarrollando la noche mientras floto sin reflejos que me rodeen, cansado porque todo esto reclama mi total atención, como si con ello pudiera al fin apropiarme de la posibilidad definitiva que resolvería todo para siempre donde podría al fin entre mis brazos esconderla de la crueldad de la distancia.